El templo de Jerusalén será destruido no muchos años
después de que Jesús expulsase a los mercaderes y cambistas. Nosotros, en ese
trabajo inmediato de pensamiento, elaboramos una comparación entre el templo y
nuestros templos, entre lo escandaloso que resulta a nuestros ojos el negocio
que allí estaba "montado" y nuestros "negocios" que tantas
veces nos montamos. Y decimos, como profetas de la justicia divina, que tendría
que volver a repetirse esta escena. Pero seguimos teniendo en muchas ocasiones
una relación mercantilista con Dios, pues lo que el pecado ha destruido, no fue
la materialidad, porque lo que se viene abajo ya se levantará, si se quiere.
Sino que lo que el pecado destruye y lleva a la muerte es lo que Jesús ha
reconstruido para siempre, convirtiendo lo caduco, lo infecundo, lo que ya no
tiene futuro, en vida, eternidad, esperanza, resurrección.
En el templo reconstruido de su propio templo estamos
todos reconstruidos, regenerados como hijos, rehabilitados como piedras vivas
del templo santo de Dios. Es el tiempo de que los "verdaderos adoradores
adoren en espíritu y verdad". Porque lo importante, ya lo sabemos, no son
los lugares, los edificios, sino el lugar santo en que Dios quiere morar, en
cada hombre. Y cuántos, y nosotros mismos, somos lugar de mercancía, de
comercio, vendemos nuestra libertad pagando un precio que nos hipoteca para
toda la vida. Una libertad que fue regalada a precio de Dios que se ofrece en
sacrificio y que vendemos al mejor postor en el poder, el placer, las
satisfacciones y una vida que creemos más feliz.
Sí, Jesús, tiene que entrar con el látigo en nosotros
expulsando del templo santo de nuestra vida lo que ha contaminado la santidad,
lo que ha roto el silencio sagrado de nuestro corazón con la blasfemia de la
criatura que se enfrenta a su hacedor.
Jesús, sí tiene que entrar en los lugares del
intercambio donde el hombre es mercancía de venta para conseguir mayores
beneficios, donde se humilla la libertad, donde se compra lo que no tiene
precio. Ahí tiene que golpear, pero no
con la violencia, sino con una nueva llamada a que lo sagrado es inviolable. Lo
que daña al hombre es un sacrilegio contra Dios.
Dice el Señor: Mirad que todo lo hago nuevo. Deja que
el Señor, que ha puesto los cimientos edifique el templo santo de su gloria en
esta pascua que se acerca.
(Juan 2,13-15)
Javier Alonso (Vigo-64)
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